miércoles, 25 de junio de 2014

Conversaciones playeras con un cerrajero

Cuando después de llevar veinte años viviendo en Málaga, mi jefe me dijo que tenía que trasladarme a Zaragoza o me quedaría sin empleo, elegí dicho destino.

La ciudad es enorme, allí puedes encontrar de todo y reconozco que me encanta, pero antes de llegar ya sabía yo lo mucho que iba a echar de menos el mar y las playas.

Los que hemos nacido y nos hemos criado a la orilla del mar, sentimos un gran vacío cuando nos vamos al interior y viajamos tierra adentro.

Tierra adentro no somos nada, pues nuestra alma marinera se compone de brisa, resaca y marea.

Nuestro corazón azul y verde muere un poco cada día tierra adentro...

Pero poesías aparte, el trabajo es el trabajo y yo tenía que acabar de pagar mi hipoteca y aún me quedaban quince años de deuda...

Por suerte, en aquella época yo no tenía esposa ni hijos. Sólo alguna novieta que otra, pero nada serio, así que no me resultó excesivamente traumático cambiar de ciudad.

Hombre, mi madre y mis hermanos se quedaban en Málaga, y en Zaragoza no conocía absolutamente a nadie, pero me lo tomé como una nueva experiencia.

Además, mi trabajo de informático en aquella empresa  me gustaba mucho y no quería perderlo.

Mi primer verano en la ciudad fue el peor. Un calor insoportable, seco y ni una triste playa donde poder refrescarse. Sentía que me ahogaba, que me faltaba la brisa y el mar. Y sobre todo, anhelaba esa sensación de libertad que se produce cuando miramos el horizonte inmenso e interminable del Meditarráneo.

Las montañas y la tierra me hacían sentir prisionero.

Para colmo, me eché una novia maña que tenía como hobby hacer senderismo por rutas de montaña y me hacía que la acompañara. Sí, los paisajes eran muy bonitos, pero yo necesitaba mi mar.

Privar del mar a un malagueño que se ha pasado la mayor parte de su vida disfrutando en las playas, es como encerrar a un ruiseñor en una jaula.

Me sentía angustiado y triste.

Un día de agosto ya no aguanté más y me fui a Reus, con mi amigo Pepe de los cerrajeros Zaragoza, a quien conocí un día por casualidad en las oficinas de mi jefe, cuando Lucía rompió la llave del cuarto de servidores y no podíamos trabajar. Pepe se convirtió en nuestro salvador aquella mañana, y desde entonces nos hicimos amigos.

Lo malo de viajar con Pepe hasta la playa de Reus es que sólo sabe hablar de cerrajerías, así que tuve que aguantar unas cuantas horas de bisagras, llaves maestras, cerraduras de seguridad, cerrojos, llaves magnéticas, etc...

Pero al fin pude disfrutar de mi antiguo mar. Y eso no tiene precio.

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